LA TETA Y EL PREMIO.
Huyendo del frío y del anonimato, la Fundación de los Premios Príncipe de Asturias ha tomado cartas en el problema y desde hace un par de ediciones que ya está en vías de cambiar el prestigio por la fama y echarle morro al asunto, que estaremos todos de acuerdo en que el kilo de paja pesa lo mismo que el de hierro, pero lo que ya no veo tan claro es que la popularidad no pese un poco más que las reseñas culturetas y el entusiasmo de cuatro gatos por esos mismos premios que ahora miran hacia otro lado o cambian de acera cuando pasan junto a una obra y se enfrentan a algún piropo, que alguno hasta me ha negado el saludo. Las medidas son, claro, estrictamente personales. De manera que basta con cambiar la cara al premiado o someter al paciente a una cirugia con votox para favorecer una transformación armónica donde la gracia está en huir de la pirueta traumática, que cuando el paciente se mire al espejo pueda echarse unas risas y seguir encantado de conocerse. Entonces llegaron Henry Miller y Woody Allen, luego Paul Auster, ahora lo hacen Al Gore y Dylan. Este es más chulo que nadie y por medio de su portavoz ya ha anunciado que no acudirá. Los riesgos del envite, de vez en cuando a una paciente le reviente una teta en un avión o termina en los tribunales, y todos tranquilos, aquí no ha pasado nada.
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