La grandeza del lenguaje y la vitalidad del castellano les permiten caminar acompasadamente con los tiempos y llamar a las cosas por su nombre para que cada cosa signifique en cada momento lo que los tiempos quieren que diga. Es la única forma de perpetuar una lengua, lidiando con la trasnformación a partir de una tendencia al inmovilismo que no tolera bien los cambios. Hay palabras por las que no pasan los siglos y otras que hay que redefinir cada veinticuatro horas o darles un sentido según quien la escupa. Hace doscientos años quien hablaba de un amigo lo hacía con mesura para referirse a una persona cercana, de confianza. Era una palabra sin pliegues ni improntas negativas, o era bueno el amigo o entonces había que pensar en otra cosa para llamar a aquel fulano por su nombre. Luego pasaron muchas cosas, no sé a quien hay que colgarle el muerto, el caso es que el amigo se torció y empezó a tocarte las pelotas, a cogerte el coche sin permiso, el whiski del mueble-bar y a follarse a tu mujer desde la cercanía y la confianza que le daban esa posición primitiva que impedía que uno pudiera hablar de él como un auténtico hijo de puta. Los malos amigos no existen, son otra cosa. Los amigos de Paquirrín son media docena de piedras atadas al cuello con muy mala leche. Con amigos así se echa a perder el lenguaje.
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