De pequeños todos queríamos ser como Laguía. Teníamos madera de perdedores, vaya. Alguien que colma sus aspiraciones ganando el premio de la montaña no debería de ser de fiar ni digno de compartir aspiraciones comunes a esa, como ser Pancho el de Verano Azul o Donovan, y permitir que otros pudieran ocupar el lugar de los que no se conformaran con atacar simplemente en los puertos de tercera categoría y se quedaran luego descolgados en la primera cuesta. Me imagino a todos los críos siguiendo el ejemplo de Jack, aspirar a ser como él, con una tía en cada puerto y la botella a mano, hoy que nadie estudia ni tiene en la cabeza planes con un recorrido mayor que un fin de semana ni seis años para licenciarse y sacar tiempo para despachar milagros. Y de repente Jack ha pasado a caerme bien y la compasión que me despierta su mala suerte me impide recordar que durante algunos capítulos pensaba de él justamente lo contrario.
Todo es culpa de su licenciatura y del final de la tercera temporada, supongo. De la voluntad del que ha querido ver en la isla una razón para detener el tiempo e impedir que el curso de las cosas avanzara entre disgustos hacia el destino que le esperaba, subido a aquel avión. No había prisa por volver, hombre. Siempre hay motivos para temer que a un accidente de avión puedan seguirle cosas peores, una enfermedad o un divorcio, y desconfiar de los golpes de suerte que no te dejan tiempo para preverlo. En el último capítulo, se terminan los mensajes de falso optimismo y se abre una puerta sincera para la fatalidad. De buena se ha librado Charlie. Que muerte más chula. Mira que te lo dije.
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