No hay cosa más fácil que mirar para otra parte y culpar al compañero. Ni más fea que buscar fuera las causas de la enfermedad o las razones del fracaso, pasando por alto que ni la enfermedad ni el fracaso tienen patria y que posiblemente seamos todos igual de tontos, que apenas nos diferenciamos por factores externos, la velocidad de exposición o la permeabilidad al progreso, y que si somos un poco menos tontos es por eso, porque también para eso somos un poco más lentos. Llevo creciendo más de treinta años entre gritos mesiánicos y americanadas. Los primeros anteceden a lo segundo y son el presupuesto para cualquier afirmación que pretenda salvarnos de la quema y mirar para otra parte antes de que se nos cuelgue a todos el mismo cartel de imbéciles justificando con el diagnóstico la respuesta al tratamiento. Americanada, dicen. Lo era el mercado y la competencia. El trabajo en equipo y los resultados y los incentivos, expertos en marketing, formación post-grado, master e idiomas, manager, agentes, los mejores del sector, los más productivos, los más gilipollas. La primera de todas era pasar por el aro de este invento. La última consiste en los ejercicios espirituales que hace siglos proponían los curas, un tormento del que también me he podido librar, eso que llaman casual day.
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