ALONSO, UNA TREGUA.
Tengo la sensación de llegar tarde al debate y de coger los cuernos del toro a la altura de la antitesis hegeliana que precede a la conclusión definitiva desde donde presumiblemente vería las cosas más claras. Porque lo que toca ahora es compadecerme de la mala suerte del chaval y pasar por alto todos sus defectos, empequeñecer su soberbia, quitarle importancia a su atrevimiento o ver en su forma de pecar una virtud más que le haga merecedor de este tipo de actos. Hace unos meses, hubiera escrito pestes de Alonso y suplicado porque alguien, Ron Dennis o Hamilton, le diera un escarmiento. Todo era mentira. Como un simple mecanismo preconcebido para distanciarme de la estupidez masiva y no participar conscientemente de la rabieta estúpida o del brote patriotero ese que germinaba en las sidrerías. Pero primero fue mi padre. El deseo de complacerle, quiero decir. De verle pasar un buen rato. Y luego, la acumulación de desgracias. Entiendo lo suficientemente poco de Formula 1 como para reconocer evidencias tan claras como éstas. La sinrazón que lleva luego a rendir pleitesía a Alonso o a afilar las armas para el año que viene me trae sin cuidado.