Supongo que no se puede hablar con propiedad del tenis moderno en este país hasta la llegada a las canchas de Carlos Moya. Las raquetas era todas de madera hasta que apareció el balear, que además de lucir palmito y recordar con su imagen la de algún tenista de otra época (qué hermosa contradicción) llevaba entonces una melena que le hacía parecer cualquier cosa menos eso. Tenista y español. Los deportistas en España siempre han hecho de la sobriedad, no nos engañemos, su bandera. Resultaba impensable que en el equipo de Copa Davis hubiera un tío como aquél. De repente todos empezamos a comentar el fenómeno y a preguntarnos por sus éxitos. Se despidió del Open de Australia con gracia. Destrozó a Marcelo Ríos en los cuartos de Roland Garros del 98 y en su llegada al número uno era cuestión de meses confiar que, finalmente, ocurriese. En un analisis ponderado sólo quedará tragarse el amargor de no haber podido desligar su evolución de sus lesiones y consolarse con imaginar su progresión dentro de un escenario diferente del que le tocó vivir. Hubiera podido ser mejor, de acuerdo. Disfrutó de una gloria inesperada cuando disputó el Master del 2004 y prolongó sus triunfos, ganó algún torneo más y alimentó la fama de la que ahora presume en las entrevistas que aun concede para despedirse, nunca se tomó muy en serio. Muy grande Moya.
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