El Roldán que sale de la trena viaja en transporte público y llega a casa con unas bolsas del eroski después de rebuscar la última oferta en las estanterías. Hay una generación que vive obsesionada con Aznar y otra que se despierta por las noches sobresaltada con la imagen de un tío tan feo disfrazado de cucaracha que está participando en una orgía financiada con dinero público y evoca con su recuerdo tiempos aun más puteros, quizás por Laos o cualquier otro país del sudeste asiático donde Belloch tuvo que entonces ir a sacarlo tirándole de su (pocos) pelos. En la vuelta ciclista de aquel año la gente descargaba contra los guardias civiles que pasaban en moto. Para volverse a dormir y seguir soñando. Con las fiestas que aun le quedan por vivir. Ahora sube al autobús, dice una noticia. Entra en la charcutería, cuenta otra. Un vecino de su comunidad dice que es un presidente cojonudo, posiblemente porque nunca organizaba las orgias ni ponía la música alta en su piso. Pronto desaparecerá. Hasta entonces, la vida de Roldán va a ser como el 24 horas de Gran Hermano.
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