La carrera de Sofía Mazagatos hay que glosarla de manera delicada, como la de una estrella de cine. Tienen una cruz todos los incomprendidos que no saben lo que quieren. O todos esos otros que tardaron unas cuantas noches en descubrirlo y persiguen luego incansablemente su objetivo. Hay algo de romántico en la carrera de una miss a la que se rifan los empresarios y siempre se equivoca de lugar o se engaña y echa la culpa del engaño al constructor de turno, al amigo inocente que los presentó o a aquel cumpleaños de Ronaldo. Fue compañera de promoción de Gonzalo Miró en la escuela esa de cine que hay en Nueva York. Que debe de ser como el auto-escuela de Cuenca o parecido. Allí debió de coincidir con inmejorables proyectos talentosos de estrellas y con mentes inquietas. Se tropezo por error con un traficante de armas que tenía problemas de arritmia. Podía haber sido peor. En aquella época también estudiaban en la academia Coronado y Cañadas y alguna pegatina de operación triunfo a la que quinientas tapas de yogurt le financiaron el viaje. Fue un desatre, claro. El diploma no le ayudó a despegar y empeñada en vivir del cuento escogió mal el momento y la presa.
Y diez o quince años más tarde, la vida le da una segunda oportunidad y ella vuelve al principio. Al momento crítico en el que le toca asumir sus errores y enmendar lo andado. Reconocer que se equivocó de escuela de cine y de traficante. Y que Gonzalez de Caldas, papá, el tiempo le ha dado la razón, no era tan malo.
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