domingo, 22 de febrero de 2009

DEPRISA, DEPRISA.
Si hoy es lunes, tengo que ir a trabajar. Y si tengo que ir a trabajar es porque estos últimos días han pasado más deprisa de lo que me esperaba y porque lo que pensaba ayer cuando cogía el avión de vuelta de que todo se pudiera prolongar un poco más y de que el Madrid por fin hubiera sido campeón de copa sólo era eso, un sueño.

Jueves.
Hoy nadie se acuerda de Navarro. Pero la exhibición del azulgrana le sirvió el jueves para eliminar al Madrid de la Copa y para lucir palmito el día siguiente por la mañana, cuando todo los periódicos se recreaban en la desgracia blanca y hablaban de efemerides y cifras para ponerle un poco de acompañamiento al asunto. Cuántas derrotas en Copa contra el Barca me quedan por ver. Si el triunfo prolonga la felicidad y ayuda a retrasar ligeramente el olvido, el jueves hubiera querido ser del Barca, porque hoy ya nadie se acuerda de la Bomba, claro, pero el viernes del Madrid ya no se acordaba ni dios.

Viernes.
Era un buen día para mandar los planes a paseo. Día libre. Desayuné leyendo a Vicente Salaner y se me fue el santo al cielo buscando los zapatos de Gorka Arrinda por Serrano. A media mañana ya había desistido de visitar Magariños y ver algo de Minicopa. Mi Santa lo tenía muy claro, esos Prada no eran de temporada, para qué seguir. Viví la victoria de Unicaja entre la charanga de legionarios y me enteré de la sopresa de Estudiantes como Rubalcava, por la prensa.

Sábado.
El esfuerzo no avisa. Llega y te jode. Me tomé un Chivas de 12 años con Nito y luego tuve que subir Alcalá a la carrera para llegar a tiempo. La primera parte me supo a wishky, qué cosa. Cada canasta de Rakocevic sentía que era un trago menos de los que me dejé encima de la mesa de la salita sin beber. Cada decisión tiene el valor añadido de las oportunidades que se quedaron por el camino. El TAU jugó un partido casi perfecto. A estas alturas nadie dudaba que sería, como fuera, campeón.

Domingo.
Uno no deja su dignidad cuando se queda en bolas delante su amada, como escribe Robertson Davies en Manticora. El canadiense se fue sin conocer la T-4 de Barajas y sin padecer su catalogo de penalidades, controles, espacios sin humo, avisos importantes que anuncian por megafonía no despistarse el macuto por si las moscas. El mundo en los aeropuertos después del 11-S no puede ser más tonto.

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