EL SUPERJUEZ.
Ya sé que está todo dicho sobre el tema, lo malo y lo peor. Pero en previsión del rumbo que pueden tomar las cosas y antes de que alguna persona amiga le sople oportunamente la idea y me la quite, reconocerle a Garzón su mérito y darle el valor que tiene a su trayectoria significaría un buen punto de partida sobre el que cimentar su retirada. Por este orden. Primero, sus títulos: los sumarios, su trayectoria política, los doctorados honoris causa. Pocos jueces han convertido su biografía en best-seller, han dado su nombre a un grupo o protegido la porteria del Camp Nou. Pocos o ninguno. Y eso es porque de doscientos años a esta parte los tiempos se han empeñado en seguir la evolución que el hombre ha marcado con la revolución industrial y esas cosas, la separación de poderes y, entrados los setenta, el marco constitucional. Hace trescientos años, por ejemplo, nadie hubiera visto un problema en reconocerle carta libre a Garzón en sus guateques, entonces sí que la sociedad estaba preparada para todo y aun no habían llegado la ilustración ni las guerras de independencia para tocar caprichosamente las pelotas o impedir que el superjuez hubiera trasladado su corte de colaboradores a Avignon o entrado en Gran Hermano VIP o en uno de los bukkakes de Torbe. La vida es así. Lo que es normal un día la casualidad o las circunstancias lo convierten en mágico cualquier otro y el tránsito de heroe a villano a veces te lo pierdes si te da por pestañear. Hablar de Garzón como un incomprendido es lo más poético que se me ocurre. Después de sus títulos, los que aun le quedan por conseguir. Que la humanidad no le impida ser feliz por un simple desfase de trescientos años. Que haya un puesto para él en el próximo casting de GH. Que Torbe se acuerde de él. Y, mucho mejor. Que deje la judicatura y haga carrera detrás de las cámaras, el único sitio donde áun no ha tenido tiempo de aparecer.