Que yo recuerde, envejecer nunca fue sinónimo de hacerse más listo. Nadie dijo nunca que la edad y la inteligencia guardaran una relación proporcional que echara años encima y toneladas de sabiduría al que resistiera al paso del tiempo. Es verdad que periodicamente se empeñan en lastrar la juventud de penalidades y defectos porque, esa es otra, tampoco creo que tener menos de treinta años te capacite para otra cosa distinta que no sea salir diez días seguidos de marcha o hacer el test de cooper sin rechistar. Pero lo de los viejos es un tema superado que es aplicable indistintamente al jubilado pensionista que al que todavía ejerce su magisterio y se piensa ingenuamente que aun posee licencia para todo por el simple hecho de tener más de cincuenta años.
Me vale como ejemplo el de Mercedes Milá. Sus artes son bastante comunes. Cada año que cumple lo acompaña de un bagaje que ella piensa que es inconstatable, un lustro luchando contra el franquismo o decadas de resistencia por de la defensa de la libertad de expresión y los derechos humanos (en Madrid o en el Tibet, es lo mismo) y confunde su experiencia con la nuestra, como si al creerse más lista se pensara ingenuamente que todos los demás no tenemos memoria o somos tontos. Milá fue siempre insufrible. Hace 30 años tuvo gracia verla expresarse con aquel desparpajo que hoy la evolución del medio ha reducido a cenizas. Rodearla de la muchachada de GH, colocarla en la tesitura de entrevistar al sub-30 que adolece de todos los síntomas de su enfermedad juvenil ha podido ser una de las causas. No le he hecho ningún bien creerse más lista que Fran el de Barcarrota, Nicki o Dani Sucio. Ni pasarse asiduamente por el quirofano. Para quien recita la cantinela de lo bien que envejece esta mujer y lo sabia que es, que le aproveche. Salidas de tono, intransigencia, nepotismo. Todo lo que veo de ella estos meses me sugiere la misma canción. La única opinión que vale es ésta. Coño, la mía.