VEO MUERTOS.
Como esto no pretende ser la crítica de ningún concierto y nadie me paga ni escribo con la obligación de quedar bien, me puedo permitir decir lo que quiera y proclamar a los cuatro vientos mis temores y mis deseos. Por ejemplo, que veo muertos. Papa, veo muertos. Pero cuántos, me pregunta él. Pues no lo sé, al principio eran media docena. Luego, toda la sala. Muertos de cojones. De los que no dan miedo pero se resignan a desparecer, unos con peor aspecto que otros, con pinta de haber vivido lo suficiente como para imaginar que un café, una carrera por la mañana o una reunión de antiguos colegas del grupo con el primo plasta que aun está vivo debe de ser una buena putada para el que está deseando quitarse del medio y no puede. Y ya te había pasado antes, me pregunta. Siempre aparecián de imprevisto y se iban como venían, fingiendo despreocupación. Pero este es distinto. A Antonio Vega además de escucharle ahora también le veo. Pesa poco más de cuarenta kilos y la melena apenas le deja ver a los otros muertos que se le ponen delante, tararean Una decima de segundo y le piden bises. Me consuela pensar que si yo fuera uno de ellos desaparecería la consciencia de haberla endiñado y no de dosificar en silencio mi satisfacción y mi gratitud hacia él. Ahora, descanse en paz.