miércoles, 6 de octubre de 2010

SOIS LEYENDA.
Para qué nos vamos a engañar. Nunca nos hemos caracterizado por mostrar un respeto excesivo a nuestras viejas glorias. Para empezar, nadie cuestiona si podíamos dejar de llamarlas así. Cualquiera se imagina a una leyenda en zapatillas, recostado en el sofá y con la cuchara de la sopa en la boca levantando un trofeo. Pero es que ni respeto, oye. No se trata de devolverles la admiración en cuotas mensuales o un homenaje chusquero de vez en cuando que escenifique como sea el tributo hacia los que algún día nos dieron un rato agradable. Agradecimiento, creo que se llama. Aquí se suele confundir el género. Se pasa de la devoción incondicional a la desconfianza al mercenario que solo actua por dinero y al final raro es el jugador que cumplida la treintena no se tiene que ir por patas de alguna pista o una sala de prensa, acelerar el todoterreno y meter tercera, aguantando los insultos y que le llamen hijoputa, lo menos.

Debe de ser un tema cultural. De la gloria al fracaso. Y de aquí, al infierno o a que devuelvas puntualmente lo que has ganado. No hay una asignatura en los colegios. La gente adquiere un sentimiento acreedor hacia el deportista que ya no rinde como debería. Los ejemplos, mucho peor, predican con habitualidad lo normal que resulta ver precisamente lo contrario. Cuando empiezas a cumplir años no deja de asombrarte cuanto tiene todo esto de estacional. Da igual que hayas metido un gol en diez años de carrera o que tengas cinco anillos de campeón de la NBA. El juicio no encuentra diferencias (para qué?) porque su denominador común (la edad) lo deja todo bien clarito y se ahorra tiempo y reflexión: tantos años, tanto vales.

Por eso se me ponen los pelos como escarpias viendo la foto que estos días aireaban en la Ryder. Alucinado por tanto homenaje velado o agradecimiento sincero que se ha visto por ahí. En España aun alguien la hubiera cogido y le hubiera metido mechero. Jubilaros todos, cacho perros. Como si lo viera.

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