El eterno dilema de si la historia que te cuentan es un plagio o un homenaje. La puta manía de hacer extensiva la interpretación del lenguaje cuando nos conviene y de convertirnos todos en filólogos, con tiempo y razones para justificar lo que haga falta, cuando las evidencias no son suficientes. La experiencia te dice que a menos que haya por el medio una tarta de cumpleaños, un disco tributo o un estadio con ochenta mil personas aplaudiendo hay razones sobradas para pensar que lo que tenemos delante es un plagio como una casa de grande. Y si encima el que sostiene la diferenciación no es un linguista de reconocido prestigio, firma como parte interesada y se afana por defender precisamente lo contrario, es que el plagio, como mínimo, lleva consigo retirada del carnet. O como en el caso de El Internado, un sentimiento sonrojante que podían haber tenido la prudencia de ahorrarme.
No necesito haber visto ni un minuto de la serie de Antena 3 para tomar postura. El simple debate avala a quien necesite pensar como yo. Que la versión que hacían Sonic Youth de los Carpenters no era un plagio. Y que tampoco era un homenaje lo que hacía Durín en los exámenes de séptimo cuando metía la mano en el pantalón para sacarse la chuleta. Porque de lo contrario este país estaría lleno de homenajes.
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