Se dicen muchas gilipolleces. Tantas que algunas le hacen a uno coger ganas de espolear al imbecil hasta la extenuación, a que no decaiga en su empeño de perfeccionar el arte de su estupidez, la última rallita, el nuevo chiste, hasta conseguir que todos le rían sus gracias o termine estrellando el avión contra un colegio de preescolar, un campo de futbol o el edificio de Apple en la quinta avenida. La última que he leido es que hay que estar drogado para apodarse de esa forma, ignorando que Melendi es un apellido de los montes de Areñes y que sus ancestros no creo que participen de sus juergas ni tienen que ver con lo que haga el chaval.
Es la misma canción de siempre. No hay forma de que le dejen a uno tranquilo sin tomar partido por el tonto del pueblo, arrimarse al grupo de macarras y cogerle cariño a la última víctima del que aun es más tonto que él. Que les den a todos. A Melendi, una buena zurra. Pero a los otros, que no se piensen que se pueden ir de rositas, la canción que le compuso a Fernando Alonso.
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