Cualquier cosa en la vida (no solamente una serie) está siempre sometida al análisis en términos relativos. Nada es bueno por sí mismo, claro. Siempre hay otra cosa apostada para compararse y nunca hay un juicio que evite la crítica sin detenerse antes en una evaluación completa, ésa que no lo es si no se mide la cabeza propia con la del compañero de clase o el capítulo de aquélla otra temporada anterior que viste una vez y tanto te gustó. Breaking Bad me dejó sin palabras muchas veces. Con la serie de AMC he vuelto a recobrar la fe en la televisión y a abandonar el discurso que me preparaba mentalmente en los últimos meses. Ese de que ya nada volverá a ser como antes. Mentira. Hubo momentos sublimes y otros más flojos. Hay una linea irregular, marcada por el hecho de que la primera temporada termine al séptimo episodio de forma inconclusa o de que el aire de los personajes lo hayan sentido los guionistas de la serie mucho después de empezar, subidos al vehículo en marcha. A esa furgoneta de cocinar que desaparece de forma colosal en el mejor episodio de sus tres temporadas. Ese en el que el cacharro adquiere vida propia y recupera la identidad desconocida por la que nadie se había preguntado hasta entonces. Como un protagonista más. Era la furgoneta de la madre de Combo. Como no se nos había ocurrido. Duele verla desparecer entre hierros. Para entonces me duelen las mandibulas de reir y solo pienso nervioso en lo que nos espera.
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